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El general Pedro María, un cuento de Fania Herrera

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El general Pedro María, un cuento de Fania Herrera
Fania Herrera. Foto: fuente externa

Aquí está, amigos y amigas míos y mías, la historia que hace mucho tiempo quería contarles, pero que el mucho afanar por la vida no me había permitido. Es el heroico y tierno relato que me contó mi abuela, a quien se lo contó su padre cuando pequeña intentando dormirla. Es la historia del general Pedro María Ballesteros, un hombre que vivió y murió por una extraña enfermedad: locura patria. Y comienza con el desventurado día en que el general vencido por los años, nunca por los enemigos, se dio cuenta que más que ayuda, era un gran estorbo para el desarrollo de los ideales patrióticos que se expresaban en su tiempo a través de continuas guerras, que por su frecuencia y carácter iban de lo ridículo a lo sublime. De que había llegado el fin de todos los fines lo confirmó el día en que, apeándose a duras penas de su ex brioso caballo, sintió salir de su silla de montar un apestoso olor a miserias humanas. La abrupta traición de los esfínteres le lleno de angustias. - No puede ser, Virgen de la Altagracia- se decía, mientras se restregaba con gran diligencia las posaderas en el río. Hundido en el continuo afán de las guerras no había tenido tiempo para reparar que su cabello había encanecido, que se le acentuaban cada vez más los dolores en las coyunturas, y que de su mítica figura de héroe montado a caballo sólo quedaba la de un terco anciano transportado en un cuadrúpedo tan anciano y artrítico como él. Claro que tardó más en reconocer la situación porque aún era mirado con admiración y tratado con aquello de mi general para aquí y mi general para allá, y esa costumbre de los campesinos de quitarse los sombreros de guano y ponérselos en sus pechos, y de lanzarle vítores,y levantar el machete cuando él pasaba. Y también pesaba el hecho de que era consultado para todos los asuntos que iban desde la cantidad de gallinas, chivos, o reses a sacrificar para la comida del día, las rencillas amorosas o familiares, la sospechosa delicadeza de un guerrillero al empuñar el arma, hasta la próxima estrategia de combate. Mucho menos si todavía las mujeres se disputaban sus favores, más para ufanarse posteriormente de ser las viudas de un general, que por el desempeño mismo de sus habilidades amatorias. Pero él, naturalmente, ignoraba esto, y sólo veía un montón de mujeres desfilar risueñas y complacientes por su viejo camastro, y se enorgullecía diciendo a los amigos, que hasta ahora, que el supiera, había salido invicto de estas guerras de guerrillas, menores a decir verdad, pero igual de encarnizadas y demandantes de tácticas y estrategias ingeniosas como cualquier guerra. El caso es, que cada día se le hacían más largos y frecuentes los olvidos, al punto, de que convocaba a su aguerrida tropa para juzgar al infame traidor, que ya fusilado sin apelación tiempo atrás, hacía mucho que era pasto de los gusanos. Para no contrariarle, buscaban siempre uno parecido al inculpado y, pum!, asunto resuelto. También preguntaba a las pintarrajeadas prostitutas que caminaban por el campo en asuntos laborales, con sus apretados vestidos y sus cabezas llenas de lazos y flores, que qué hacían fuera, si era horario escolar y acto seguido, y de manera perentoria, enviaba a un subordinado a llevárselas a la respetable maestra Gerundia del Pilar quién con los ojos desorbitados oía la dura advertencia enviada por el general de que ella era responsable ante los padres y la justicia de lo que pudiera pasarle a estas inocentes criaturas.

Pero el general Pedro María fue un hombre estucado en el combate, alcanzando ese grado por decisión y coraje propio, cuando desde joven montado en su hermoso caballo negro, quitado a machetazo limpio a su enemigo, se hizo seguir de miles y miles de haraposos y descalzos campesinos que obnubilados por su incuestionable carisma veían en él al caudillo milagroso que curaría sin duda, junto a ellos, a la querida y conuquera patria de todos sus dolores. Y digo esto para que entiendan que la vida de un hombre así está hecha de realidades y que aún en los años seniles, le quedaba lucidez suficiente para entender que la retirada a tiempo era uno de los grandes preceptos de la guerra que no debía perder de vista un general inteligente. Y de que él lo era, lo era. Así que haciéndole poco caso a las amarguras del corazón, por la inapelable derrota de los años, y aprovechando pequeños deslices cometidos por sus subordinados en esos días, que bien pudieron corregirse en el trajín cotidiano, se paró ante sus atónitas tropas, y anunció sin más su retiro: porque ya no hay hombres como antes carajo, dispuestos a ofrecerlo todo por un ideal; les falta orden, malditos cabrones, disciplina; y moral de la buena; por el contrario, abundan los que venderían a sus madres por dos reales sin decir aquí me duele. De nada valieron las protestas, que no puede ser mi general, que machos así eran una aguja en un pajar; que tanta experiencia y valor no podía perderse así na‘má como cucaracha en gallinero. ¡Y que viva el general! ¡Y que mueran los traidores! Y otras cosas por el estilo. Mentía el general obviamente. Pero no importa. La mentira es otro de los grandes preceptos de este oficio, y él, que había dado bienes, juventud y desvelos tan desinteresadamente en estas artes, tenía más derecho que nadie a usar de estos recursos para salir con su dignidad intacta, de ésta, su última batalla.

Un día, parado al pie de una montaña, y mirando hacia un lado, se le llenaron los ojos de intensos verdores. Se oía muy cerca el trinar de centenares de aves y el agradable rumor de la brisa al pasar entre los árboles. Y vio, algo más lejano, un hilo plateado desenredarse entre la espesura. Sin duda un río. Le gustó lo solitario que lucía el lugar, estaba harto de gentes que ya empezaban a cuchichear a su paso y advirtió adolorido que ya no todos los campesinos se llevaban su sombrero de guano al pecho ante su presencia ni levantaban el machete. ¡Eso sí que duele! Así que respiró profundo, satisfecho de haber encontrado un lugar en donde sólo algunos hilillos de humo, lejanos entre sí, delataban la presencia humana. “Aquí pasará el resto de sus días y morirá dignamente el gran general Pedro María Ballesteros”, se dijo el hombre. Y dicho y hecho, allí estableció su casa, un humilde bohío de tejamanil y yaguas que se hizo construir a velocidad de rayo.

Vivir al pie de la cordillera mejoró notablemente su aspecto físico, pero la soledad absurda y cruel a la que se sometió, en lo mental, agravó su caso. Aquel inmenso océano vegetal de verdores alucinantes era más apropiado para la vida contemplativa y silente de un monje de clausura que para el general Pedro María, nacido para la acción y los grandes duelos; para el mando y las rápidas decisiones. Sólo un par de meses allí, y ya no era el hombre cuerdo que a ratos se le iba la memoria; al revés, se le perdieron los días vividos en el complicado laberinto de las nostalgias y entre una abrumadora tropa de fantasmas necesaria para seguir el mando y para sus largas conversaciones nocturnas, y regresaba cada vez menos y por más corto tiempo, como chispazos, a la ya innecesaria cordura. Aunque trabajo tenía, y no poco, con esa delirante tropa de fantasmas que no seguían correctamente el marcial compás del un, dos, tres, cuat, y les daba por esfumarse al menor atisbo de castigo. ¡Y lo peor, Dios mío,carajo, lo peor! comprobar que también aquí, en esta dimensión, y cada vez más frecuentemente, a sus incorpóreos soldados les daba con acotejarse delicadamente el pelo después del jamaqueón de cada disparo y con adornar con imaginarias flores de acacias sus humosas carabinas. ¡Esto se jodió en todas partes! Se decía, y para no perder el don de mando soltaba un enérgico y rotundo ¡rompan filas! Y entonces, momentáneamente olvidaba al indisciplinado ejército de sus locuras y se largaba por ahí, como un Quijote cualquiera, monte abajo, a buscar toda suerte de pendencias y a desenredar entuertos, así fuera con los altos árboles del bosque o con las brincolinas cabras, que meneando vivamente sus rabitos, lo miraban entre atónitas y burlonas con sus bellos y expresivos ojos de niñas traviesas.

Un día, por poco muere cacheado. Pero quiso la suerte que su sobrino Esteban, que huía de una muerte segura, le encontrara en ese momento para brindarle ayuda. Lo recibió amablemente porque reconoció prontamente en los hermosos rasgos del muchacho los del hermano muerto, y le alegró profundamente conversar con alguien cuya presencia y voz le devolvía la dichosa fraternidad de la infancia. Le albergaría ¡claro está! Y le daría toda la protección y apoyo que un tío general debía darle a su sobrino. Esto hizo respirar aliviado a Esteban, quién a juzgar por lo que vio, pensó que la gente exageraba y que probablemente la conducta de su tío no era más que lo propio de la edad. Ya comprobaría prontamente y de mala manera que no. Conversaron largamente sobre todo de asuntos familiares y del motivo de la huida de Esteban y, ya entrada la noche, comieron batatas asadas y bebieron leche de cabra, luego, cansados y hartos, se acostaron.

Esteban despertó sobresaltado por el gran alboroto, pero atinó a echar mano al filoso cuchillo. Oía al general amenazar, increpar, maldecir; y supuso que había sido descubierto, y que su noble y valiente tío le hacía frente a sus perseguidores. No había tiempo que perder. Había llegado su hora, pero moriría peleando. Antes de salir como un huracán, por cuestiones de ubicación en el escenario de la revuelta, se sintió movido a mirar por las rendijas del bohío y... quedó pasmado. Los ojos le devolvieron las suaves imágenes de los cuentos de hadas. Un sublime amanecer montañoso, con un sol recién nacido atravesando una fina neblina de algodón y no comprendió, hasta que girando cautelosamente la vista vio a su tío trepado en la amplia base de un árbol cortado. Arengaba ardorosamente a un invisible grupo de rebeldes para que prestasen sus esfuerzos a la causa libertadora. La victoria era segura, porque había venido el joven general Esteban con sus invencibles tropas a reforzarnos. Hablaba de patria y de deberes, de honores y lealtades con tanta propiedad como le daba la experiencia y... conmovía. Desde su vegetal tribuna, enmarañado el pelo, con una blanquecina y abundante barba que casi le llegaba al ombligo; totalmente desnudo y encogidito el sexo por el frío del alba, más que un loco infeliz, parecía una impresionante figura mitológica.

Tan pronto terminó de pastar el montón de cabras que lo habían despertado, el general se fue cuesta abajo. En la misma dirección, con una delgada vara en la mano a modo de espada, y aporreando un supuesto corcel al tiempo que alentaba a un enardecido pueblo a seguirle, el general se perdía para siempre entre los tupidos matorrales. Esteban, con los ojos humedecidos, pensó en los puercos cimarrones que darían cuenta de los huesos del infeliz, pero reponiéndose de inmediato, se llevó el sombrero de guano al pecho y levantando el viejo machete del general allí abandonado, lanzó vivas al héroe desaparecido.

En su último chispazo de conciencia el general supo que había llegado el momento. Pero se fue feliz, porque sabía que a Esteban, al igual que a él, su padre y su abuelo, le llegaría el viejo mal de familia: la locura patriotera. Y esto significa, que esta platanera patria tendría, aunque él se marchara, quien, sin dejar de elaborar complejas estrategias de combate reconciliara a las parejas peleadas, quién dispusiera con habilidad de los víveres del día y quién tuviera la sensibilidad de devolver a inocentes muchachas extraviadas a su escuela.

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